La mirada de Lucía
Amanece en Mangunde
La campana despertador de los internados suena a las 4:50 am. Hoy vuelvo a Beira para sellar el pasaporte, así que he tenido que madrugar y ha sido la primera vez que la he oído.
La escuela comienza a las 6:50 pero antes los niños tienen que hacer sus tareas. Lo primero que oigo al despertarme es cómo barren la arena. Lo hacen con unas escobas que se fabrican con palitos atados con una lana. Tienen una manera curiosa de agacharse; se doblan mucho y muy rectos, y en esta posición lo hacen todo: barrer, recoger, cocinar, fregar, arar.
Parece extraño que barran la arena pero en realidad no lo es, ya que aquí casi no hay papeleras y lo tiran todo al suelo. Yo intento decirles que no lo hagan, que así no tendrán que barrer tanto, pero no lo entienden.
Es difícil hacerles entender algunas cosas que han visto hacer siempre de otra manera. Al igual que para todas las personas del mundo.
La primera parte del viaje la hago con Zadoque, que me llevará por caminos de tierra hasta «el cruzamento». A estas horas y por estos caminos se me revuelve el agua hervida con café soluble y leche en polvo que tomo aquí de desayuno. A veces sí echo de menos España.
Zadoque me cuenta que vive en Mangunde porque para él, que todavía no tiene estudios, no es posible vivir en Beira. Hace unos años lo intentó, pero el alquiler y las facturas lo hacían imposible. Ahora trabaja aquí de transportista mientras estudia geografía a distancia. Tiene la esperanza de poder trabajar de profesor en el futuro y así tener más oportunidades.
Por el camino, me pregunta con qué edad comienzan los niños en el colegio en España. Quiere saber qué diferencias hay para entender por qué la educación aquí es peor.
Para la segunda parte del viaje me recogió otro coche de la asociación y por el camino paramos en un reasentamiento en el que viven ahora personas que tuvieron que dejar sus hogares por conflictos en la zona. La asociación va a comenzar a trabajar también aquí y tiene que entrevistar a algunas familias.
Es un terreno enorme lleno de cientos y cientos de chabolas de adobe. Muchísimas familias viven aquí, cultivan lo que pueden o hacen otras chapucillas para sobrevivir. Si no fuera por las ayudas que les llegan de fuera, muchas no podrían comer. Aún hay muchas que no pueden hacerlo todos los días. Aquí no hay agua corriente ni pozos. Ellos mismos excavan agujeros en la arena y recogen la poca agua que sale. Cuando llueve, como estos días, los agujeros se llenan de agua sucia y no pueden beber ni lavar.
El futuro es incierto para toda esta gente, y aún así prefieren quedarse aquí que volver al lugar del que provienen.
Hoy he leído en un cartel: «Viver é um sacrifício». Y para algunas personas, desde luego que sí.
Escrito por: Lucía García-Iturri
Otros relatos: La mirada de Lucía. La ventana.